El vacío de no saber
Ver la incertidumbre como una oportunidad nos da una libertad radical para elegir que pone en duda nuestra identidad, si no sabemos nada con certeza cómo podemos saber qué queremos realmente.
Toda mi vida tuve la sensación de no saber qué es lo que realmente quería, qué cosas me gustaban, qué cosas había elegido por mí misma y no por condicionamientos externos. Esta sensación siempre venía de la mano de otra muy parecida: un vacío. Una sensación de incompletitud que me dejaba siempre con un sentimiento de frustración que no entendía bien de dónde venía pero que generaba una actitud de crítica constante,
hacia mí misma y hacia los demás.
Ese vacío y frustración me hacían ser una persona con una actitud de queja constante, denuncia y disconformidad hacia todo. Esa sensación de no saber qué quería me convertía en alguien buscando algo constantemente. A la vez era una persona con un discurso de certeza sobre mí misma que limitaba todos los aspectos de mi vida: “yo soy así, yo soy asa, yo hago tal, yo hago cual, yo creo que, yo pienso que, yo, yo yo”… muchas afirmaciones, muchas “verdades”, pocas preguntas.
Todo lo aprendido sobre el pensamiento crítico en los libros, pocas veces se me ocurrió aplicarlo al pensamiento sobre mi identidad, mi vida y mis deseos. En parte, porque creía que cuando ponemos en duda nuestros supuestos y creencias más firmes no podemos estar seguros de qué es lo que genuinamente deseamos. ¿Cómo saberlo si no sabemos quiénes somos, cómo somos?
Durante muchos años me aferré a buscar ser la mejor en todo lo que hacía porque era lo que creía que me iba a completar. Pero nunca era suficiente, aprender cosas nuevas, tener logros, cumplir objetivos, mejorar… nada hacía desaparecer el vacío interno. Entonces trataba de llenarlo con otras cosas, la comida, la relación de pareja, las amistades, la formación profesional. Y así todo comenzó a pasar por “tapar” lo interno y “arreglar” el entorno, todo podía mejorar, todos tenían que mejorar y yo daba toda mi energía para lograrlo.
Sí, era un poco insoportable estar cerca mío en ese tiempo, pero más insoportable era ser yo. Lo digo porque yo podía darme cuenta, pero tenía una larga lista de justificaciones para cada uno de mis comportamientos. Contaba con toda una narrativa de por qué era como era. Pocas de esas razones se relacionaban con algo propio, la mayoría era una cuestión de ADN, de cultura familiar, otras por las acciones de los demás y, finalmente, otras porque así era y ya. Aunque lo más frustrante fuera evidenciar lo difícil de convivir conmigo y el desagrado por ser así, yo realmente creía que no podía cambiar y para reafirmarlo repetía todo el tiempo que “las personas no cambian”.
En el fondo sabía bien que todo eso no era cierto, la semilla del pensamiento crítico siempre tuvo tierra fértil en mí. Había momentos y circunstancias en que podía abrir mi mente y dejar asomar a esta otra persona que soy hoy, una más en línea con mi verdadera esencia, una que me hace feliz ser. O estar intentando ser, porque, aunque ahora sé que todos podemos cambiar, también sé lo difícil e inestable que es ese camino.
Mi intención al contar mi historia personal es analizar cómo es posible superar el vacío y la frustración de no conocer nuestros deseos. ¿De qué se trata el proceso de transformación que nos lleva a recorrer la senda de nuestra esencia más pura y a ser felices con nuestras elecciones? Aceptarse, dicen, es la clave para estar conformes con nosotros mismos, pero ¿qué significa aceptar? ¿Qué es lo que realmente no podemos cambiar y qué es lo que sí, pero nos resistimos a hacerlo por esa incómoda comodidad?
La transformación y el crecimiento personal es el eje del blog y de todos los temas que busco desarrollar, pero para entender bien de qué se trata usar la introspección con una mirada crítica sobre nuestras propias creencias y decisiones tenemos que mirar afuera también.

¿Por qué el mundo nos empuja a no saber quiénes somos y qué queremos?
La introspección no es solo una cuestión individual. La alienación es un concepto creado para explicar cómo el modo actual de organizar el mundo nos desconecta de nuestra propia esencia, alejándonos de un verdadero autoconocimiento. No se trata solo de una falta de exploración personal, sino de un mecanismo de opresión que refuerza nuestra confusión y vacío interno. Este ordenamiento no deja espacio para que construyamos nuestra identidad de manera genuina, sino que nos impone modelos de felicidad e identidad empaquetados como productos.
Aprendemos desde muy temprano a definirnos con etiquetas, títulos y roles, pero ¿quiénes somos realmente más allá de eso? El miedo a la incertidumbre es una herramienta de control, la búsqueda de certezas nos mantiene ocupados como para no buscar organizar una mejor manera de vivir juntos.
El aislamiento es una estrategia del sistema para mantener todo tal como está. Cada vez estamos más conectados, pero a la vez, más solos. Por ello se busca imponer (que nos autoimpongamos) los valores de “ser fuertes”, “ser independientes”. Se trata de los tan escuchados “yo no le pido nada a nadie” o “a mí nadie me dio nada” sumados al “no necesitar a nadie te hace libre”, “en la vida hay que buscar no depender”. Pero la falta de comunidad nos impide pensar de manera colectiva y transformar la realidad. De esta forma surgen las, tan comunes, afirmaciones pesimistas/conformistas del estilo “yo solo no puedo cambiar el mundo”, “es imposible cambiar el sistema”. Así, este modelo de mundo demasiado individualista trajo consigo la profunda crisis de los vínculos humanos.
¿Cómo superar esta realidad de miedo y búsqueda de control? ¿Cómo se desafía esta estructura desde la construcción de nuevas narrativas personales y colectivas? En mi caso con la escritura como acto de rebeldía: escribir como forma de resistir, de conectar, de hacer comunidad. Pero también hay otras formas, combatir la tendencia al aislamiento, por ejemplo.
Muchas veces nos convencemos de que aislarnos es una decisión propia, cuando en realidad suele ser una respuesta a una sensación de vacío, agotamiento o desconexión con los otros. Nos cuesta ver que el aislamiento no es solo una elección, sino una renuncia progresiva al contacto con el mundo.
Revisar nuestra relación con el dinero, que es una de las más perversas construcciones del sistema, también puede ser una clave. Creemos que pensar en dinero es pensar en libertad, pero en realidad es pensar en escasez. Acumular cosas da una falsa sensación de control en un mundo impredecible. La inseguridad económica real o percibida puede generar actitudes de avaricia y sobreacumulación (no solo en tiempos de crisis, sino como respuesta al miedo a la escasez). Pero no es solo el dinero, acumulamos comida, productos de limpieza, ropa, información… y aun así seguimos sintiéndonos vacíos.
Estamos programados para pensar que el dinero lo es todo, porque sin él no sobrevivimos. Pero cuando el miedo nos domina, pasamos de verlo como un medio a verlo como un fin en sí mismo. ¿Cuántas decisiones en la vida se toman solo por dinero? ¿Cuántas veces sacrificamos tiempo, relaciones o salud por la seguridad económica? Pensar en dinero todo el tiempo es pensar desde el miedo. Parece que el individualismo es libertad, pero nos hace más dependientes, trabajamos y damos nuestro tiempo de vida a aquello que es necesario para mantener las cosas como están.
Nos desconectamos de los demás, pero seguimos comprando experiencias en lugar de vivirlas, comprando cosas en lugar de compartir tiempo con otros. Si no tenemos vínculos fuertes, la acumulación se vuelve nuestro refugio. ¿Qué nos está pasando como sociedad que cada vez más personas eligen aislarse y aferrarse al consumo como un salvavidas?
Para ilustrar lo explicado anteriormente voy a traer una historia: hace poco, alguien me contó algo que me dejó pensando. Esta persona decía que últimamente estaba aislada, salía poco, hablaba menos con la gente, pero que no era por nada en especial, sino pereza. También me contó que se pasaba los días recorriendo supermercados para comprar aprovechando todas las ofertas y que se tomaba mucho tiempo para planificarlo. Acumulaba productos en su casa conscientemente y eso le daba cierta satisfacción. Tenía varias unidades de lo mismo guardadas, como si se preparara para una escasez inminente. Lo decía con naturalidad, como presentando una estrategia inteligente a seguir. Pero lo que yo sentí al escucharla era otra cosa
No era solo la obsesión por ahorrar o encontrar la mejor oferta, no era solo buena planificación. Para mí, sonaba más a una trampa psicológica que combinaba aislamiento, miedo e hipercontrol. Su forma de contarlo, su manera de justificar sus estrategias, su creciente desconexión con los demás me hicieron reafirmar algo que ya había visto en mi historia: nuestros deseos muchas veces no son realmente propios. Son respuestas automáticas al mundo en el que vivimos.

¿Por qué no sabemos qué queremos y cómo podemos empezar a verlo?
La mayoría de las personas creemos, o creímos en algún momento, que tenemos claridad sobre lo que queremos. Lo afirmamos con seguridad: “quiero tener estabilidad”, “quiero ganar más dinero”, “quiero viajar”, “quiero comprarme tal cosa”. Pero, ¿de dónde vienen esos deseos? ¿realmente nacen de lo más profundo de nuestro ser o son respuestas condicionadas por la realidad en la que vivimos?
Pensamos que elegimos con libertad, pero vivimos dentro de un ordenamiento diseñado para que nunca nos sintamos completos. Una estructura que nos muestra que nos falta algo para ser felices, que, si trabajamos más, si acumulamos más, si logramos más, entonces ese vacío desaparecerá. Pero no desaparece y entonces seguimos buscando indefinidamente. El sistema en el que vivimos nos ha convencido de que queremos lo que en realidad él mismo necesita para sostenerse. La estructura económica y social capitalista ha modelado el deseo hasta transformarlo en una función de su propia reproducción, convirtiéndonos en agentes inconscientes de su perpetuación.
Cuando la persona de la anécdota me dijo que no salía ni se relacionaba con la gente porque no le daban ganas, intuí que eso no era tan cierto. Es difícil creer que alguien deja de lado la conexión con otros por simple desinterés. La psicología nos ha demostrado que el aislamiento es muchas veces una respuesta inconsciente a una angustia que no podemos o queremos nombrar o que simplemente no sabemos que está ahí.
En una sociedad que nos mueve a ser productivos incesantemente, los vínculos humanos reales y profundos se vuelven incómodos, porque implican vulnerabilidad, implican mostrarnos en nuestra versión menos idealizada, menos eficiente.
Es más fácil encerrarse en casa, consumir contenido virtual sin fin, salir solo cuando es necesario. Es más fácil anestesiarse. Y aunque a veces estas actividades se realizan entre varias personas en un mismo hogar o en pareja, no dejan de ser aislamiento. Este modo de vida necesita individuos desconectados, porque una sociedad fragmentada no puede organizarse ni rebelarse.
Pero este aislamiento no solo nos desconecta de los demás, también nos desconecta de nosotros mismos. Sin estímulos externos, sin conversaciones profundas, sin experiencias nuevas, perdemos referencias. Y ahí entra en juego el sistema: cuando no sabemos quiénes somos, es más fácil que nos vendan una identidad prefabricada, unos deseos no genuinos.
Volviendo a la anécdota, la elección de comprar y acumular me hizo pensar en lo extendida que está la creencia de que tener más cosas nos da seguridad, yo misma me pasé muchos años pensando que eso era todo lo que necesitaba en la vida. El miedo a la escasez, el miedo al futuro incierto, el miedo a no tener suficiente nos convierte en consumidores voraces. Los humanos hemos deseado desde siempre, pero no siempre hemos deseado de la misma manera. El capitalismo logró no solo monetizar el deseo, sino que lo rediseñó en función de su lógica de consumo y acumulación.
Pero eso creo que la obsesión por ahorrar dinero y buscar ofertas no es una elección, es un mecanismo de control que busca superar el miedo a la incertidumbre, porque cuando todo a nuestro alrededor es incierto, controlar lo que entra y sale de nuestra casa nos da una sensación momentánea de estabilidad. Pero no es más que una ilusión ¿por qué? Porque no se trata de tener cosas, sino de encontrar sentidos. Y el sentido es algo que no se puede comprar.
La forma en la que está armado todo nos empuja a ver la vida en términos de costo-beneficio. Aprendemos a evaluar nuestras decisiones no en función de lo que nos hace felices, sino de lo que “conviene”. Nos volvemos incapaces de imaginar una vida más allá de ser y valer por lo que tenemos. Y mientras estamos ocupados en eso, se nos pasa la vida.
La precariedad económica, entonces, ya no es una consecuencia del sistema, es su estrategia de dominación. Un individuo con miedo a perder su estabilidad económica es un individuo fácilmente manipulable. No necesita cadenas ni cárceles, se somete solo.

De vuelta a lo individual
Pero si el mundo nos necesita confundidos. Si nos necesita dudando de nosotros mismos para que busquemos afuera las respuestas que solo podemos encontrar adentro, pensar críticamente no es solo cuestionar la política, la economía o la sociedad. Es cuestionarnos a nosotros mismos. Es preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos, por qué queremos lo que queremos, por qué vivimos como vivimos.
La progresiva desaparición de la organización comunitaria y el debilitamiento de los lazos sociales han hecho que cada persona quede atrapada en su propia esfera de autoexploración y autocontrol, un mecanismo que Foucault llamaría disciplinamiento invisible. El individuo aislado se cree libre, porque nadie le impone normas explícitas. Sin embargo, su conducta está profundamente condicionada por estructuras de poder invisibles que lo llevan a reproducir todo sin cuestionarlo. Más simple, nos han hecho creer que el individualismo es libertad, pero en realidad es la forma más eficiente de dominación.
Si nuestros miedos han sido programados para mantenernos en un estado de inseguridad constante, ¿cómo recuperamos el control sobre nuestra propia existencia? Cuestionando lo que queremos, si el deseo se construye, también se puede desarmar y reconstruir. Recuperando el sentido de comunidad, salir del aislamiento y reconstruir lazos reales es una de las pocas herramientas que tenemos para contrarrestar el individualismo programado. Rechazando la lógica de la escasez, no todo en la vida es transacción, costo-beneficio, acumulación, no todo tiene que ser monetizable, productivo. Entendiendo que el sistema no necesita nuestra felicidad, sino nuestra insatisfacción, la plenitud no genera consumo, porque un individuo que se siente completo no compra compulsivamente, no busca validación constante, no es manipulable.
¿La IA como herramienta?
En otros artículos propongo que la Inteligencia Artificial puede ser una herramienta valiosa para mejorar o ampliar la introspección, sin embargo, a partir de todo lo explicado anteriormente cabe preguntarnos acerca de cuál es el verdadero papel de la IA en todo esto.
Responder esta pregunta nos pone ante una de las tensiones más profundas de nuestro tiempo: ¿la IA es una herramienta para ampliar nuestras capacidades o una sofisticación del control que ya ejerce el sistema sobre nosotros? Tenemos que aceptar que no es neutral. Fue creada dentro del capitalismo, con fines que van mucho más allá de la simple asistencia. Su lógica no es la del pensamiento libre, sino la de la eficiencia, la predictibilidad, la extracción de datos, la automatización del comportamiento humano.
Los algoritmos pueden llegar a transformar la introspección en una herramienta de control, llevándonos a autoevaluarnos no con libertad, sino en función de cuánto encajamos en los modelos que el sistema impone porque nos devuelve una imagen de nosotros mismos filtrada por sus propios parámetros.
Sin embargo, también, como toda herramienta, su uso no está completamente predeterminado. Es cierto que ha sido diseñada para reforzar el modo de vida actual, pero también puede ser subvertida. En manos de alguien que la utiliza para cuestionar, para descubrir, para ampliar sus posibilidades en lugar de restringirlas, la IA puede ser un arma contra la homogeneización, un reflejo que nos ayude a ver con más claridad lo que nos quieren hacer olvidar. La pregunta clave sigue en pie ¿la estamos usando para liberarnos o simplemente estamos refinando nuestras propias cadenas?
No hay respuestas fáciles, pero el que se cuestiona a sí mismo, rompe el guion que le impusieron. Escribir esto me hace pensar en lo difícil que fue darme cuenta de todo esto en mi propia vida. Todavía me sigo haciendo preguntas, todavía hay cosas que no sé. Pero si hay algo de lo que puedo estar segura es que quien empieza a cuestionar de dónde vienen sus deseos, empieza a recuperar su libertad.
Y ahí, en ese pequeño acto de rebeldía, tal vez encontremos una manera de empezar a cambiar el mundo.

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